Las biografías y las memorias literarias estarán siempre de moda. De las primeras, es Una vida, de Gerald Martin, a través de la cual hurga en lo más profundo del ojo de García Márquez. Aún en este 2016, que se diluye vertiginosamente, se sigue hablando –en algunos casos sin haberla leído– del libro escrito por el biógrafo inglés. Respecto a las segundas, está la del mismo autor de Cien Años de Soledad, publicada en 2002 bajo el título Vivir para contarla. Antes, el único libro de memorias que recuerdo es el del cubano Reinaldo Arenas, titulado Antes que anochezca, publicado en 1992, en medio de un dramatismo de lágrimas, mientras el sida lo arrastraba hacia la tumba, sin remedio.
Prefiero las me
morias más que las biografías. Escritores colombianos, los de mayor fama universal gracias a su obra literaria, escribieron sus memorias, es decir, su mundo intangible, a partir de un universo mágico elaborado con una prosa desmesurada que ubican los recuerdos más allá de la realidad objetiva.
Uno, Gabriel García Márquez, quien a partir de Cien Años de Soledad, publicada en 1967, empieza a flotar en la zona sagrada de la gloria que le permite, 35 años después, inventar otro mundo de ficción, organizado con rigor en el texto citado.
Otro, José María Vargas Vila, reputado y olvidado autor de Aura o las violetas, Flor de Fango, Ibis y 80 obras más escritas en medio de un atrabiliario y desquiciado lenguaje y cuyas memorias, -Tagebuch, según quiso llamarla su autor- deambulan aún en las fronteras de la ficción, pues se encuentran bajo custodia del gobierno cubano. De tales memorias conocemos sólo fragmentos recogidos por la crítica literaria Consuelo Triviño y publicadas bajo el nombre de Diario Secreto, luego de innumerables peripecias de suspenso propias de una urdimbre tejida al mejor estilo de Alfred Hitchcock.
Afirma García Márquez en la página 11 de sus memorias: "Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia. Lo recordaba como era: un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos".
He aquí parte de lo que el escritor Mario Vargas Llosa llama ceremonia parecida al strip-tease, tal "como la muchacha que, bajo impúdicos reflectores, se libera de sus ropas y muestra, uno a uno, sus encantos secretos". En el caso de García Márquez, empieza a revelar su intimidad que no es otra cosa que su planeta de hechiceros de magia blanca, su territorio de ilusiones, es decir, su mundo de ficción. En efecto, la frase mencionada constituye parte de los primeros párrafos de Cien Años de Soledad donde su entorno real vendría a ser la fantasía de su Macondo universal.
Vargas Vila afirma en su Tagebuch: "Ahora que siento la necesidad de nuevos vuelos, pienso más que nunca en las ríspidas montañas, en las praderas silenciosas a cuyas faldas y en cuyo seno está enclavada la ciudad donde nací... Ciudad silvestre, de cielos límpidos, de campanas graves, sin grandes ríos que reflejen su tristeza, sin grandes bosques que conmuevan su pensativa quietud".
Es, sin duda, la misma ciudad de Flavio Durán, el personaje de su novela El Alma de los lirios, quien desea a toda costa afirmar el principio del placer por encima de la realidad que lo oprime.
En los dos casos, ¿Dónde está la línea fronteriza que divide la realidad y la ficción? Y aún más: ¿Cómo señalar la una o la otra en dos fabuladores que, convertidos en mitos, reciben la llovizna de anécdotas legendarias que también podrían entrar en el terreno de la ficción? Respecto a García Márquez, hoy se afirma que su férrea defensa del régimen de Fidel Castro obedeció a un chantaje del gobierno cubano que se expresaba en la conservación de un video donde aparecería el autor de El Otoño del Patriarca fornicando placenteramente con mancebos de la Isla. Y en cuanto a Vargas Vila aún se escucha en voz baja aquella vieja historieta de que en su juventud se disfrazó en una fiesta con la intención de enamorar a su propia madre para demostrar que no había mujer honrada. O que, agonizante en su lecho de muerte, flanqueado a su izquierda por un médico y a su derecha por un abogado, exclamó: "Muero como Cristo, entre dos ladrones"
Entendámoslo de una vez: la realidad del escritor es ella y otra, a la vez. Como el Doppelgänger del que hablara Borges para explicar el fenómeno del desdoblamiento muy visible en la literatura alemana y más visible aún en El Retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, o en el doctor Jeckill y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson.
El escritor auténtico pierde la memoria real para adquirir, paso a paso, la memoria fantástica. Y a partir de esa adquisición va diluyendo gradualmente su objetividad hasta quedar expuesto, apenas, el esqueleto de una vida que, al final, envuelve con los retazos novelados de una obra de ficción en la que él es sólo un personaje que deambula en medio de sus recuerdos perdidos.
Yo no llegaría a afirmar que Vivir para contarla sea una fantasía edificada con las sobras de Cien Años de Soledad. Pero sí están compiladas en ella, como en una especie de duermevela, las remembranzas de La Mala Hora, Los Funerales de la Mamá Grande, El Coronel no tiene quien le escriba, El Otoño del Patriarca, El amor en los tiempos del cólera, Del Amor y otros demonios, doce cuentos peregrinos y Crónica de una muerte anunciada.
En la página 257 de Vivir para contarla señala García Márquez: "El final fue tenebroso. Alguien había descubierto que el cristal del ataúd parecía empañado cuando estaba expuesto en la biblioteca del liceo. Alvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de la familia y comprobó que en efecto estaba húmedo por dentro. Buscando a tientas la causa del vapor en un cajón hermético hizo una ligera presión con la punta de los dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador".
En las memorias de García Márquez hay intromisión de los sueños en la realidad que, en ese estilo y con el cálculo de una dudosa veracidad, el escritor su texto con la convicción de que nosotros, humildes mortales, lo acompañamos en esa verdad con la misma devoción con la que acompañamos las aventuras y desventuras del coronel Aureliano Buendía de Cien Años de Soledad.
Escribe Vargas Vila en Tagebuch: "Yo no sé pensar sino en imágenes, en mí todas las cosas cantan un cántico interior. Si me hubiera dado expresar todas las armonías íntimas que sinfonizan en mí, ningún poeta de mi tiempo ni de todos los tiempos, me habría superado en la musicalidad de la dicción ni en el fulgor de las imágenes. Desgraciadamente el lenguaje es siempre inferior a nuestras canciones y más sirve para desvirtuar nuestros pensamientos que para expresarlos".
Más allá de la soberbia implícita en la frase, la misma constituye una revelación que refleja el anecdotario que en estos escritores constituye la abierta cotidianidad. Como el mar. Es un extenso paisaje construido a imagen y semejanza de los fabuladores luego del acto de exorcismo que elimina los resquicios de la realidad-real para dar paso a la realidad maravillosa y mágica presente a lo largo de Vivir para contarla y Tagebuch.
Si García Márquez afirmó que Cien Años de Soledad no era más que un vallenato de 350 páginas, habría que decir que Vivir para contarla no es más que una guaracha de 579. Y que Tagebuch es una sinfonía inconclusa cuyos acordes principales permanecen guardados celosamente en una caja fuerte del Ministerio de Cultura de Cuba. Pero ambas con una carga de ficción que de tanto ser inverosímiles se convierten, a veces, en una confusa realidad.